Por Mónica Gameros
Dios es redondo
Juan Villoro
El editor me encomienda una tarea titánica para mí, una
labor de abogado del diablo para una causa ajena. Escribe de futbol me ha dicho. No soy fanática de este deporte
y jamás voy a un partido de futbol soccer, entenderán pues que me encuentro en
un predicamento.
Un deporte en el que juegan 22 hombres con excelente
condición física –jamás podría correr tanto tras un esférico, dar puntapiés,
atropellar a mi adversario y hacerlo rodar por el césped, jamás podría patear
el balón con tal fuerza que recorra más de 10 metro para entrar a la red- pero
que no sólo ponen en juego su cuerpo y su habilidad física sino además su
mente, su fortaleza de carácter para no dejarse amedrentar por el infierno que
existe detrás de una partido: los medios de comunicación, la publicidad, los
patrocinadores, los dueños de la FIFA, los contratos millonarios de las super
estrellas contra los que también tienen que jugar y como si fuera poco las
esperanzas de millones depositadas en ellos.
Atrás queda la idea romántica de un juego deportivo, por
delante queda el acoso del director técnico que los reta para no perder su
millonario sueldo. Las firmas con refresqueras y cerveceras internacionales,
así como las empresas dedicadas a todo tipo de parafernalia alrededor del
fútbol los presionan para que dejen el alma –si es que eso es posible- en el
campo de juego.
Sobre el pasto van 44 pares de musculosas piernas, todas
tras un propósito: anotar gol, o eso debiera ser porque la realidad es que en
el 90 por ciento de los juegos de fútbol hay arreglos, convenios, apuestas
fraudulentas que juegan con el corazón y las esperanzas de los fanáticos.
Lo más triste del caso, o le que a mí me deprime, es el
fanatismo converso en patriotismo. Cuando el amor a la patria –la madre patria,
la nación donde vivimos, donde nacimos, de la que somos dueños- se traduce en un juego de fútbol, en el que 11
hombres son responsables del orgullo nacional por 90 minutos, miles, tal vez
millones, sufren o gozan con las habilidades de los futbolistas a quienes les
importa un carajo el orgullo nacional y corren tras un balón, se barren,
atropellan, insultan y humillan al contrario, al árbitro ciego que no ve las
faltas debido a una ceguera causada por una infección monetaria, mientras los
fanáticos en masa alimentan los raiting de las televisoras y estás engordan la
cartera de los anunciantes.
En tanto, en la ofensiva los poderes fácticos se reúnen con
los “representantes del pueblo” y negocian la privatización de los recursos de
la patria…
-¡Gol! Gritan los
desesperados sin esperar el alza de precios en alimentos básicos, gasolina, la
venta de bosques, la contaminación industrial de mantos freáticos, la
explotación desmedida de las minas, el saqueo de los mares, la extracción
acelerada y el hurto del petróleo…
-¡Gol! Gritan los
miserables del bando contrario sin adivinar que muchos de ellos flotarán en los
ríos fronterizos, muertos o vivos, en su último intento por seguir con vida.
Termina el enfrentamiento: los perdedores, frustrados,
desbocan su ira contra los inchas del selección nacional victoriosa, o se van a
casa y se desahogan en el fondo de los vasos. Buscan consuelo en la música que
les repite la historia de su vida: desamor, abandono, fracaso y al final
terminan a golpes amistades, compadrazgos, matrimonios…
-Otra vez fallamos,
repiten los fanáticos, maldicen a la selección nacional que juega como nunca y pierde como siempre. Se abandonan sobre la
mesa, sobre el piso, pierden la cabeza y se evaden de su miseria, de su
realidad, de su pobreza, y se quedan ahí para dormir hasta las cinco de la
mañana, hora obligada para levantarse con resaca e ir a trabajar por un sueldo
que no debiera llamarse así.
-La gente necesita ser
feliz, me han dicho varios que escuchan mis críticas contra el fanatismo
futbolero.
- Necesitan desfogarse
o se volverían locos y quién sabe, tal vez habría mayor violencia. Lo
pienso un poco: Mayor violencia significa que los pueblos marginados, pobres,
incultos, hambreados, alcoholizados, ¿serían más violentos porque la vida sin
futbol no es nada?
¿Qué sería del orgullo nacional si la selección fuera
campeona mundial o campeona olímpica?
¿Eso elevaría el autoestima de los habitantes y nos llevaría
al primer mundo?
No lejos está el caso de España, hoy en crisis social,
política y económica; son los nuevos pobres de la Unión europea y su selección
es la campeona mundial.
Si ganara nuestra selección, ¿eso haría que el patriotismo
creciera? Habría que pensar de qué nos sirve el “patriotismo” si no hacemos
nada por defender la tierra, el mar, los bosques, las minas, los ríos.
Qué pasa con nuestro patriotismo cuando permitimos que
nuestra soberanía alimentaria se vaya al carajo y dejamos de invertir en la
agroindustria nacional, y permitimos la entrada de transnacionales de
organismos genéticamente transformados (OGT) con semillas que dan productos
pero no más semillas y que invaden con su genoma nuestros productos agrícolas
de origen.
Qué pasa cada vez que vas al super mercado –de línea
transnacional- y compras productos orgánicos o productos OGT a precios módicos
para ti, pero que castigan a los productores nacionales.
Para qué nos sirve el orgullo nacional cuando en las calles
la gente vive en la miseria, cuando no desarrollamos ciencia e industria
tecnológica y seguimos consumiendo productos de importación.
De qué sirve que la selección nacional sea campeona, si
nuestros sueldos sólo nos permiten sobrevivir y hacemos magia con el dinero,
vivimos acostumbrados al endeudamiento y distribuimos para medio comer, medio
vivir. Quién piensa en cultura si no alcanza para la sopa, pero hay que guardar
un dinerito para las cervezas del domingo que pasamos frente al televisor
gritando, si tenemos suerte y las negociaciones lo permiten, un largo y
sentido ¡GooooooOOOOOOl!