domingo, 10 de julio de 2011

JAZZ INVERNAL

JAZZ INVERNALMonica Gameros
Primer cuento publicado,
del libro Caída libre,
Editorial Start Pro (2007)



El saxofón se destila en el aire mientras observo la pantalla de la ciudad frente a mí. Tras la ventana, la líquida rutina de octubre, me levanta sin ganas. Ya no cuento los segundos en milésimas de milésimas; todos se han agotado en la absurda idea de levantarse para tomar un té y mendigar un rato en los rincones del refrigerador inútilmente frío, perforado como la sien de un capo ejecutado: vacío, sin sangre; sin cadáveres, sin maleza, sin aguardiente, sin miel, sin abejas, ni una gota de nada.


Son las 12 del día, sigo con la boca seca y apenas tengo dos baños en la última semana. Como no tengo 10 pesos para comprar el diario menos indecente, me dispongo a leer una revista de líneas de pensamiento. Me pregunto si esas líneas son como las de la coca o si en realidad son como las líneas amarillas de la carretera… ¿habrá tráfico…?
Bueno, qué importa, las campanas de la catedral me recuerdan que venden unas tortas
de pavo a sólo 7 pesos, a unas cuadras de Regina, lugar en el que me encuentro después
de una severa noche de intoxicación.


De fondo musical, me acompaña el ruido urbano que penetra mi habitación inundada de jazz; de nuevo, el claxón del neurótico de las 12:10 me hace recordar que el día promete más, si me escapo para caminar en los alrededores, por lo menos hasta donde me alcancen las ganas de caminar sin ningún sentido, como cuándo se busca empleo y se encuentran engaños, promesas de asociaciones fantásticas, de grandes microempresas con créditos de risa o varios diversos y multiflocklóricos puestos de mesera. ¡Bah!, mejor olvidar eso, salirse por la tangente un poco mientras se pueda. Total, no reparo si me veo obligada a trabajar en lo que sea, hasta he repartido pasteles.

El jazz sigue con su hermosa compañía en mis hipersensibles oídos, es el único solero de ilusión en medio de la invernal y caótica Ciudad, siempre me abstrae al placer de sentirme totalmente quieta bajo la lluvia de la regadera…
Aún absorta en mis vagabundez mental, no puedo evitar escuchar el jazz entre el fondo ruidoso que viene del mundo y que viola la quietud de mi cápsula, mi habitación, mi proxeneta, vouyerista de las noches en que arranqué las almas de mis amantes, con ese ambiente que la hace ser mi guarida, pero se le insertan como aguijones los gritos del tráfico, la venta del gas y el agua que antes no pagábamos por beber.
Ya nada es como antes. Ahora vivo en el ombligo de la ciudad y el ruido me atropella todos los días. Los autos se gritan mentadas de madre; los ambulantes cantan como todos los días sobre las calles; el smog ya está con nosotros.


Es un día común, pero hoy, la mañana parece gritarme a la cara que lo haga, que me vaya, que no lo piense más, que el tiempo se escapa y me hundo con la mañana en un debate tormentoso, pues a mi parecer el tiempo no existe… pero justo en el momento en que argumento sobre la mentira del tiempo, escucho a la mañana vociferando sus razones de porqué, aunque el tiempo no existe (lo que me da la sensación de que en realidad pensamos igual sólo que la mañana es más rígida y no entiende los niveles de concentración que se requieren para aguantar el desempleo) lo que resulta imprescindible, dice ella, es que se haga disciplina con la invención de las horas, pues de lo contrario cada quien haría lo que mejor le viniera en gana y eso ¡No puede ser! …

Tengo que fingir para no romper en carcajadas con su fina cuadratura ya que su gesto me recuerda a una de las monjas que me cuidaban en la infancia. ¿Porqué no? Pregunto con una mueca en la cara que me hace pensar en una caricatura pidiendo explicaciones con absoluta y verdadera ingenuidad de porqué se han dispuesto las cosas como las encontramos cuando llegamos a este mundo.
Pienso dos segundos y me dispongo a enumerar mis razones de por que el tiempo sólo es una herramienta de control para apaciguar el espíritu posesivo y avaricioso de la especie humana; pero la mañana, pues se ha puesto necia y me atropella con el reloj del celular y con el reloj de 20 pesos que compré hace como 7 años en la calle de la Soledad, un día que como hoy que andaba sin empleo, con poco dinero y que no sabía en que podría bien gastar antes de que mis ahorros se fueran en una chela de la taberna o una clayuda y un chesco. Antes que eso, necesitaba algo que me retuviera en el tiempo, para no salirme demasiado de las líneas de esta sociedad que nos impone absurdos checadores que nos obligan a sentir el stress laboral de todos los días y entonces decidí comprar el reloj pirata en vez de comer. ¡Que ingenua que fui!

Por lo pronto, esta mañana mediodía se está poniendo otra vez, nostálgica. Antes de sambullirme en su tristeza, recuerdo que ayer en una muy larga conversación, Salma se reía de la neurosis que me aflora cuando estoy en la calle, sobre todo, caminando en Tepito, haciendo milagros por el guardarropa, por evitar fríos y padecerse innecesariamente la pobreza intelectual.

Mal no nos caería una hilera de festivales culturales gratuitos en pleno invierno, con lo delicioso que resulta caminar por las calles del centro histórico, ahora que ya no hay tantos ambulantes… ¿dónde andarán? Tal vez estén escribiendo igual que yo ahora, y tal vez soy yo la figura tragicómica de sus relatos de ventas en las calles de esta ciudad.

En su defecto, y a beneficio de ambulantes desempleados, desempleados involuntarios e inadaptados como yo, sería bueno que se apuraran con la remodelación de las calles de la ciudad, para ir a caminar por sus solitarios senderos, encogidos entre abrigos de lana, con largos listones en el cabello, gorras y guantes, asidos por la cintura inquieta de la Soledad que nos anima a salir a caminar.

Desempleo, soledad, pobreza, tres factores que obligan a practicar el viejo deporte del paseo silencioso y solitario. Aunque en el camino uno encuentre sólo a los amigos en vez de empleo, no importa, porque de esa forma reiniciamos el ritual de la tarde bohemia entre gentes libres, entre desempleados que por el momento no tenemos prisa por correr tras el furtivo checador, ya que nos hemos convertido en dueños absolutos de nuestra libertad, en los poetas del invierno, en los crudos urbanos.

Deberían declarar la cerveza bebida nacional gratuita, despenalizar absolutamente el consumo de la cannabis y dejarnos en paz para dedicar nuestras mentes y nuestra sensibilidad a la creatividad y brindarla a los tullidos oídos de quienes son adictos al dinero, quienes sólo saben extender la tarjeta bancaria para comprar la belleza de la que somos dueños los excluidos, los inadaptados e improductivos libertarios: los poetas desempleados; los que no pasan las pruebas psicométricas; los que siempre renuncian y le gritan al jefe lo estupido e imbécil que puede llegar a ser.

Salud pues por los centros culturales y los foros alternativos que nos den posada. Vive la liberte en los puntos de encuentro, donde tocáremos para recuperar nuestros cuerpos, todavía vivos a pesar de la anorexia involuntaria que padecemos. Nos vemos en las noches, seres de la lluvia ácida y de risas en cascada. No me despierten antes de las 11, por que necesito tiempo para reposar el orgasmo de las seis de la mañana, con el que dormiremos hasta bien pasado el medio día...

Ah que regocijo siento, rodeada de dementes que se preguntan de todo y por todo. En cuentas de racimos quedan las discusiones sobre la justicia, la neta, la política, la mierda, la inhumanidad, la falta de amor a todo, al arte, a la cultura, a la experimentación…

Ya he caminado por cuatro o cinco veredas de la céntrica ciudad de México. Ahora me encuentro discutiendo esto del placer de la anorexia libertaria, en medio de una sala inmensa y vacía, con piso de duela y paredes descarnadas, paredes desolladas que dejan caer partes de su piel mientras alguien rasca en las bolsas del super en busca de alguna golosina extraviada para torear el frío e invernal ayuno al que los poetas de la cruda crisis económica ahí reunidos, nos disponemos a hacer frente en forma positiva, pues, porque hay que economizar…

De pronto, alguien que quiere huir un poco de la verdad, grita detrás del frigorífico:

-Deberíamos derrocar el empleo, tal vez sea la primera etapa de la verdadera libertad.

Los demás, completamente de acuerdo, seguimos fumando y tomando decaf con canela…

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