domingo, 15 de septiembre de 2013

Una esfera de mucho poder




Por Mónica Gameros
Dios es redondo
Juan Villoro

El editor me encomienda una tarea titánica para mí, una labor de abogado del diablo para una causa ajena. Escribe de futbol  me ha dicho. No soy fanática de este deporte y jamás voy a un partido de futbol soccer, entenderán pues que me encuentro en un predicamento.

Un deporte en el que juegan 22 hombres con excelente condición física –jamás podría correr tanto tras un esférico, dar puntapiés, atropellar a mi adversario y hacerlo rodar por el césped, jamás podría patear el balón con tal fuerza que recorra más de 10 metro para entrar a la red- pero que no sólo ponen en juego su cuerpo y su habilidad física sino además su mente, su fortaleza de carácter para no dejarse amedrentar por el infierno que existe detrás de una partido: los medios de comunicación, la publicidad, los patrocinadores, los dueños de la FIFA, los contratos millonarios de las super estrellas contra los que también tienen que jugar y como si fuera poco las esperanzas de millones depositadas en ellos.

Atrás queda la idea romántica de un juego deportivo, por delante queda el acoso del director técnico que los reta para no perder su millonario sueldo. Las firmas con refresqueras y cerveceras internacionales, así como las empresas dedicadas a todo tipo de parafernalia alrededor del fútbol los presionan para que dejen el alma –si es que eso es posible- en el campo de juego.

Sobre el pasto van 44 pares de musculosas piernas, todas tras un propósito: anotar gol, o eso debiera ser porque la realidad es que en el 90 por ciento de los juegos de fútbol hay arreglos, convenios, apuestas fraudulentas que juegan con el corazón y las esperanzas de los fanáticos.

Lo más triste del caso, o le que a mí me deprime, es el fanatismo converso en patriotismo. Cuando el amor a la patria –la madre patria, la nación donde vivimos, donde nacimos, de la que somos dueños- se traduce en un juego de fútbol, en el que 11 hombres son responsables del orgullo nacional por 90 minutos, miles, tal vez millones, sufren o gozan con las habilidades de los futbolistas a quienes les importa un carajo el orgullo nacional y corren tras un balón, se barren, atropellan, insultan y humillan al contrario, al árbitro ciego que no ve las faltas debido a una ceguera causada por una infección monetaria, mientras los fanáticos en masa alimentan los raiting de las televisoras y estás engordan la cartera de los anunciantes.  

En tanto, en la ofensiva los poderes fácticos se reúnen con los “representantes del pueblo” y negocian la privatización de los recursos de la patria…

-¡Gol! Gritan los desesperados sin esperar el alza de precios en alimentos básicos, gasolina, la venta de bosques, la contaminación industrial de mantos freáticos, la explotación desmedida de las minas, el saqueo de los mares, la extracción acelerada y el hurto del petróleo…

-¡Gol! Gritan los miserables del bando contrario sin adivinar que muchos de ellos flotarán en los ríos fronterizos, muertos o vivos, en su último intento por seguir con vida.

Termina el enfrentamiento: los perdedores, frustrados, desbocan su ira contra los inchas del selección nacional victoriosa, o se van a casa y se desahogan en el fondo de los vasos. Buscan consuelo en la música que les repite la historia de su vida: desamor, abandono, fracaso y al final terminan a golpes amistades, compadrazgos, matrimonios…

-Otra vez fallamos, repiten los fanáticos, maldicen a la selección nacional que juega como nunca y pierde como siempre. Se abandonan sobre la mesa, sobre el piso, pierden la cabeza y se evaden de su miseria, de su realidad, de su pobreza, y se quedan ahí para dormir hasta las cinco de la mañana, hora obligada para levantarse con resaca e ir a trabajar por un sueldo que no debiera llamarse así.

-La gente necesita ser feliz, me han dicho varios que escuchan mis críticas contra el fanatismo futbolero.

- Necesitan desfogarse o se volverían locos y quién sabe, tal vez habría mayor violencia. Lo pienso un poco: Mayor violencia significa que los pueblos marginados, pobres, incultos, hambreados, alcoholizados, ¿serían más violentos porque la vida sin futbol no es nada?

¿Qué sería del orgullo nacional si la selección fuera campeona mundial o campeona olímpica?

¿Eso elevaría el autoestima de los habitantes y nos llevaría al primer mundo?

No lejos está el caso de España, hoy en crisis social, política y económica; son los nuevos pobres de la Unión europea y su selección es la campeona mundial.

Si ganara nuestra selección, ¿eso haría que el patriotismo creciera? Habría que pensar de qué nos sirve el “patriotismo” si no hacemos nada por defender la tierra, el mar, los bosques, las minas, los ríos.

Qué pasa con nuestro patriotismo cuando permitimos que nuestra soberanía alimentaria se vaya al carajo y dejamos de invertir en la agroindustria nacional, y permitimos la entrada de transnacionales de organismos genéticamente transformados (OGT) con semillas que dan productos pero no más semillas y que invaden con su genoma nuestros productos agrícolas de origen.

Qué pasa cada vez que vas al super mercado –de línea transnacional- y compras productos orgánicos o productos OGT a precios módicos para ti, pero que castigan a los productores nacionales.

Para qué nos sirve el orgullo nacional cuando en las calles la gente vive en la miseria, cuando no desarrollamos ciencia e industria tecnológica y seguimos consumiendo productos de importación.

De qué sirve que la selección nacional sea campeona, si nuestros sueldos sólo nos permiten sobrevivir y hacemos magia con el dinero, vivimos acostumbrados al endeudamiento y distribuimos para medio comer, medio vivir. Quién piensa en cultura si no alcanza para la sopa, pero hay que guardar un dinerito para las cervezas del domingo que pasamos frente al televisor gritando, si tenemos suerte y las negociaciones lo permiten, un largo y sentido  ¡GooooooOOOOOOl!


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